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Nací y crecí en un país donde el gobierno construía viviendas públicas y convertía las viviendas privadas en comunas; donde el Estado administraba supermercados, controlaba los precios y expropiaba la riqueza de los "ricos" en nombre de la justicia social. Las armas estaban prohibidas y el discurso de odio —es decir, cualquier crítica al poder— estaba castigado por ley.
Viví el sueño que muchos neoyorquinos anhelan para su ciudad. Y tuve que huir para sobrevivir.
Crecer en Venezuela significó crecer entre ruinas y nostalgia: un país suspendido en el recuerdo de lo que una vez fue, mientras soportaba los escombros de lo que se había convertido.